Un abrazo para la eternidad

Se nos hacía muy difícil encontrar las palabras para explicar la relación entre el pueblo riverplatense y sus "ídolos". En particular el vínculo con su último gran símbolo: Ariel Ortega,  Orteguita o simplemente el Burrito que se exteriorizó el sábado pasado en un homenaje desbordante en el Monumental.

Las palabras que no encontrábamos las puso Claudio Mauri en su editorial "Ortega y River, un sólo corazón" publicao en La Nación y que reproducimos. 

Ariel Ortega se había ido de River en tres oportunidades a lo largo de su carrera. Él y los hinchas tenían una cita pendiente en el Monumental desde hace tiempo para que su última imagen no fuera la de un día cualquiera, en un partido olvidable, en un escenario ajeno, como lo fue aquella tarde del 4 de diciembre de 2010, cuando el Burrito jugó el primer tiempo del 2 a 1 a Colón, en Santa Fe. 

Después sobrevino un desencuentro fatal: mientras River se fue al descenso a los 6 meses siguientes, un Ortega despechado empezaba a retirarse, primero en All Boys y finalmente en Defensores de Belgrano.

A la emotiva y afectuosa celebración del sábado le sobraban razones. Ortega encarna para el hincha de River ese arquetipo tan indefinible y puntual que es el ídolo. No hay una receta única ni una fórmula para ser investido de ídolo. Los hay académicos, doctorales, como Francescoli, o espontáneos, naturales y silvestres, como el Burrito.

No alcanzan los títulos y los goles inolvidables para acceder a la exclusividad de la idolatría. Hace falta algo más. Algo etéreo, onírico si se quiere. Y el Burrito tenía una conexión directa con el hincha porque siempre, desde que debutó hasta que se retiró, fue un jugador de potrero, de la calle, libre, intuitivo. 

Cualquiera que haya jugado alguna vez quiso hacer esa gambeta que se trae de la cuna, que no se aprende. En eso fue un elegido. Él fue la materia prima distintiva de un juego al que la organización luego transforma en fútbol. Simbolizó al pibe que se le ilumina el rostro cuando tiene la pelota en los pies. El pibe que sin ser alto, fuerte ni veloz podía ser mejor que cualquiera que reuniera esos atributos. Porque era más pícaro y creativo. Y eso establece lazos con el otro.

Ortega-jugador estuvo llamado desde un primer momento a entrar en el corazón del hincha. Tenía ese acceso privilegiado porque su mayor motivación siempre fue jugar en River. Lo demostraba. 

Nada lo llenaba más ni en ningún otro lugar -salvo en el seleccionado- tenía tanto para ofrecer. Las cuatro veces que se fue vivió las experiencias en otros clubes como un destierro, un exilio con una nostalgia y melancolía infinitas, hasta que el destino le diera la ocasión de volver.

Si no estuvo todo el tiempo que hubiese querido en River fue porque sus demonios internos, sus luchas personales y privadas, lo fueron alejando. Con la gambeta fácil convivía el ídolo trágico. En la superficie o en el fondo suyo, nunca hubo maldad, sino tentaciones irresponsables. 

Pudo despertar pena, pero nunca rechazo, condena ni olvido. Se fue con sus infiernos a otros lados y siempre se lo estuvo esperando. 

Porque el Burrito y el hincha de River se debían un reencuentro como el del sábado. 

Un abrazo para la eternidad